Aunque existe debate sobre cuál es el orden en que se producen, se acepta universalmente que las emociones se componen de tres partes: experiencia subjetiva, respuesta fisiológica y respuesta conductual.
La experiencia subjetiva puede provocar diversas emociones en una misma persona, y las emociones que cada uno experimenta pueden ser distintas. Por ejemplo, ante una pérdida o un desengaño, una persona puede sentir rabia y otra puede experimentar una intensa tristeza.
La respuesta fisiológica es el resultado de la reacción del sistema nervioso autónomo, que controla las respuestas corporales involuntarias y activa la conocida reacción de lucha o fuga (Fight or fly, que correctamente debería ser Fight, fly or freeze). Es fácil entender cómo esas respuestas fisiológicas inmediatas, asociadas a emociones básicas (como la sorpresa, el asco o el miedo) nos han ayudado a sobrevivir a lo largo de la historia.
El aspecto conductual es la expresión observable de la emoción. Puede incluir sonrisas, muecas, suspiros, y otras muchas reacciones, que dependen en parte de las normas sociales y de los rasgos de personalidad. Las respuestas conductuales son importantes para mostrar a los demás cómo nos sentimos, y se ha demostrado que también afectan al bienestar individual. La conclusión de varios estudios es que expresar las emociones en respuesta a estímulos es más saludable que reprimirlas.
Esto no quiere decir que sea legítimo (o recomendable) expresar siempre lo que sentimos. El aprendizaje del control de las emociones (la influencia del córtex orbitofrontal sobre la amígdala) tiene lugar a lo largo de nuestra crianza, y todos aprendemos cuándo nos conviene disimular, y cuándo podemos expresar lo que sentimos, sin ponernos en peligro .
Esto es lo que podríamos considerar que es la educación emocional, y se imparte en casa, en la escuela, en la calle, con la práctica de los deportes… No es necesaria ninguna asignatura específica porque toda la educación (formal e informal ) es educación emocional. No hay forma de separar las emociones (recordémoslo: unas respuestas complejas evolucionadas para interactuar eficazmente con el entorno) del aprendizaje, en cualquier ámbito.
¿Qué es lo que quieren decir con ‘educación emocional’? ¿Qué debe explicarse a los alumnos cómo deben reaccionar frente a todos los estímulos posibles? ¿Que se les deben enseñar cuáles son las “reacciones correctas” a unos determinados estímulos? ¿Qué es necesario asegurar respuestas “positivas” o “adecuadas” frente a los contenidos de las asignaturas? ¿Cuáles serían esas respuestas? ¿Y quién decidiría cuáles son las positivas o adecuadas?
La definición que he encontrado: “La educación emocional es una innovación
educativa que se justifica en las necesidades sociales. La finalidad es el desarrollo de competencias emocionales que contribuirán a un mejor bienestar personal y social” (Bisquerra, 2003), no proporciona respuestas claras a esas preguntas.
En mi opinión, el riesgo de que tal asignatura pueda convertirse en una herramienta más de adoctrinamiento ideológico, es elevado. A los humanos nos resulta difícil separar cualquier área de nuestra conducta de la ideología que profesamos. ¡De acuerdo! Pero al igual que el método científico se orienta a contrarrestar el sesgo básico de nuestro cerebro, que es darnos sistemáticamente la razón, la educación debería orientarse a transmitir conocimientos útiles (filosofía incluida: pensar bien es muy útil), de la forma más distanciada de la ideología (y más aproximada al conocimiento científico) que sea posible.